La carta que el río Bogotá les escribió a los bogotanos

Querido bogotano:

Te vas a extrañar de esta carta, pero cuando termines de leerla entenderás por qué me he tomado el trabajo de escribirtedespués de más 60 de años de vejaciones a las que me has sometido y de las que ni siquiera te has dado por enterado.

Digo 60 años por mencionar la lista más reciente de agravios, porque si te hago la cuenta de verdad, perfectamente podemos llegar a cuatro siglos de improperios en los que, sin embargo, no has logrado acabar conmigo… no por completo.

 

No lo asumas como un cobro de cuentas, pero considéralo un inventario de perversidades. Solo busco que, si en el futuro me sigues agraviando, por lo menos no te escudes en la ignorancia y asumas la cuota de responsabilidad que te corresponde, por coartarme la libertad de respirar y limitar mi capacidad de sanarme a mí mismo gracias a la ponzoña que me has inyectado con absoluta indiferencia.

 

 

Vas a tener que excusar mi crudeza, pero crudos y crueles han sido tus actos contra mí. Así que no esperes indulgencias ni palabras lisonjeras o eufemismos. Voy a ser franco y recto, como el asunto lo amerita. Y si al final te sientes al desnudo, será porque he logrado desmontar la muralla de disculpas con la que has ocultado la incompetencia que no te ha permitido reconocer el valor de tu entorno para preservar la vida.

Esta es la laguna donde nace el río Bogotá, en el páramo de Guacheneque.

Empiezo por contarte que nazco a 3.400 metros sobre el nivel del mar, en una laguna de aguas cristalinas, protegida por montañas colmadas de frailejones y especies nativas. Es el páramo de Guacheneque, ubicado en el municipio de Villapinzón, en Cundinamarca, 97 kilómetros al norte de tu casa, en Bogotá.

El páramo está vivo de milagro. Por allá entre los años 40 y 70 del siglo pasado, quienes te antecedieron en estas tierras estuvieron a punto de arruinarlo con el ganado y las siembras de papa. Tantos árboles y plantas nativas talaron, que desaparecieron las nutrias y los venados de cola blanca, que tenían su casa entre los árboles y las lagunas naturales de la zona.

No te voy a cansar con nombres y títulos, pero hace unos 35 años, funcionarios visionarios avizoraron la catástrofe ambiental y pararon la depredación. No sin problemas, porque ya sabes cómo son los hombres cuando de asuntos de dinero y de tierras se trata: todos perdemos valor. Tuvieron que ponerle puerta, candado y policía a la reserva para evitar que el hombre la siguiera degradando. Sentí un alivio.

Hoy, el páramo sigue vivo. Y con él la laguna que me da vida. Tendrías que ver los musgos de colores: el amarillo, el gris, el verde esmeralda, el rojo. Son colchones de agua que protegen la humedad y evitan la erosión del suelo. Los lugareños juran que allí, en mi nacimiento, no tengo fondo, porque generación tras generación han visto brotar el agua, como si surgiera de la tierra.

Los musgos de colores que predominan en el páramo de Guacheneque

El frailejón, el laurel, la valeriana, la cortadera, los chites escoberos y los cimarrones, tantos nombres conocidos y desconocidos, que no hacen parte de tu vocabulario, son la causa del milagro. Esas plantas nativas y todo el entorno natural que las rodea son los que hacen del páramo una verdadera fábrica de agua. Sí, señor: son el páramo y sus especies nativas quienes atraen el agua de las entrañas de la Tierra y potencian la lluvia con colchones naturales protegidos por los musgos. Deberías verme en todo mi esplendor a 7 kilómetros de mi nacimiento: avanzo raudo, sin trabas, entre pozos y piedras resguardadas por el páramo. Cuando salto desde las rocas más altas y caigo en forma de cascada, me convierto en un milagro de oxígeno.

Pero mi alegría no alcanza a durar diez kilómetros. No te he contado que la naturaleza me dotó de una extensión de 370 kilómetros que terminan en el municipio de Girardot, a 380 metros sobre el nivel del mar. Es un camino sinuoso, colmado de ondulaciones y recodos, que debo recorrer segundo a segundo y que, gracias a ti y a tus congéneres, se ha convertido en una tortura cotidiana.

Me duele no poder decirte que mis aguas bañan 46 municipios; al contrario, los infesto con la podredumbre en la que tú y 12 millones más como tú me han convertido. Te voy a contar por qué.

Cuando abandono la montaña y empiezo mi recorrido entre poblaciones habitadas, mi lecho se empieza a colmar de las aguas infestas que me lanzan sin consideración desde Villapinzón, Chocontá, Sesquilé y muchos más. Residuos industriales y agropecuarios me empiezan a robar el oxígeno. Ni te cuento lo que los desechos de curtiembres de Villapinzón y Chocontá producen en mi cuerpo. El olor ácido de la sangre y los restos de piel de animal descompuestos, mezclados con los químicos que los tratan, hiere la nariz de quienes osan acercarse a mi presencia. ¿Imaginas lo que me producen a mí? Poco a poco, el tono cristalino que me caracteriza se va perdiendo y empiezo a convertirme en una fuente de virus y bacterias.

Pero es cuando llego a tu territorio, en el alto de la Virgen, entre Cota y la localidad de Suba, cuando la descarga maloliente de tus desechos le asesta un golpe devastador a mi menguada capacidad de respirar. ¿Qué recibo? Doce metros cúbicos por segundo de aguas residuales que producen tú y ocho millones más. Es como si cada vez que se mueve el segundero de un reloj me arrojaras 12.000 botellas tamaño litro de inmundicias. Te traduzco: lo que recibo es excremento humano, mierda –si me permites la licencia–. Y aceite quemado de cocina. Y detergente de tu lavadora. Y el residuo de tus jabones.

¿Sabías que desde 1952, hace 62 años, recibo, sin intermediarios ni mediaciones, estas aguas sucias? ¿Que a dónde iban antes? A la calle, a donde siempre has lanzado todo aquello que desechas o no te sirve. Lo relataba sin tapujos el cronista Miguel Samper en 1868. ¡Hace casi 150 años!: “La podredumbre material corre pareja con la moral. El estado de las calles es propio para mantener la insalubridad con sus depósitos de inmundicias”.

Fueron tantas las epidemias que diezmaron la población y tantas las enfermedades que agobiaron la vida de personas por la mugre que se acumuló en las calles y en los ríos –que en otros tiempos me regalaban con aguas limpias y cristalinas–, que el gobierno de mediados del siglo pasado optó por alejarlas de las calles. ¿Sabes cuál fue el remedio? Dirigir las tuberías hacia mi cuerpo y verter sin contemplaciones todo aquello que tu población no quería ver ni oler ni padecer. Para entonces, los administradores ya llevaban 50 años discutiendo cómo tratar esas aguas y cómo sanear las mías y las de mis tributarios: el San Agustín, el Tunjuelo, el San Cristóbal, el Arzobispo, el Salitre.

Al final, todos se convirtieron en caños de concreto. Y en instrumentos para ayudar a arrastrar tus desechos hacia mi lecho. Ya ni recuerdas que alguna vez ellos fueron ríos. Los has conocido como caños, alcantarillas. A mí todavía no me ha colonizado el cemento, pero soy tu alcantarilla mayor.

Y tú, feliz. No tienes la fetidez en la calle, frente a tu casa. La lanzas por el sanitario, el lavamanos, el lavaplatos y la lavadora; total, como el adagio popular, “ojos que no ven, corazón que no siente”. Olvidas las aguas sucias y no preguntas a dónde van a parar. Y, no conforme con eso, arrojas basura a la calle y esperas que la lluvia se la lleve. A las alcantarillas, y de ahí, a mi lecho.

Detalle de la contaminación que agobia al río Bogotá, a la altura de Fontibón. Luis Lizarazo / EL TIEMPO

El año pasado, la Empresa de Acueducto recogió 14.000 toneladas antes de que aumentaran mi pesada carga. Son dos toneladas diarias. Las atrapó entre rejillas y canales. ¡¿Sabías que fueron como 700 viajes de volqueta?! Pero tu velocidad de desechar fue más rápida. Así que mucha basura me alcanzó.

Entenderás por qué mis aguas supuran la podredumbre acumulada de siglos. En vez de transparencia, un manto negro me cubre; en lugar de oxígeno, el gas metano burbujea y arroja su cuota de muerte al calentamiento global; en lugar de peces, lo que navega en mis entrañas son espuma de detergente, botellas de plástico, muebles, bacterias y organismos patógenos que hacen de mí un veneno.

No te agobio más. Si he tenido la osadía de escribirte, es por la valentía que me ha dado el hecho de que un juez se ha ocupado de mi caso. Sé que ya lo olvidaste. Para ti fue noticia de un día. Pero te lo voy a recordar: después de 23 años de estudios y análisis, el Consejo de Estado te declaró culpable de mi tragedia ambiental.

¿Creías que eso no era contigo? Aunque la sentencia señala a 19 entidades nacionales, 46 municipios y una larga lista de empresas privadas que están en mi cuenca, tú también debes hacer parte de la solución. Porque de nada servirá que saquen de mi lecho los sedimentos acumulados durante más de 60 años si tú no eres consciente de que mi verdadero mal comienza en tu casa.

Con aprecio: el Bogotá, tu río.

Yolanda Gómez
Subeditora Bogotá

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